DE PADRES, HIJOS Y HERMANOS

En los años 70 el médico pediatra y psicoanalista Arnaldo Rascovsky fundó Filium, una organización destinada a prevenir el maltrato a los niños en cualquiera de sus formas.

Rascovsky escribió algunos libros señeros en la materia. Su clásico El filicidio es un estudio histórico y antropológico de las múltiples maneras en que las sociedades agreden a los hijos. Desde las guerras, en las que son los más jóvenes quienes van al frente de batalla, hasta los abusos institucionales y familiares, los vástagos han sido, dice el autor, víctimas propiciatorias de crueldades y matanzas. Parecería que los mitos fundantes de todas las culturas autorizan -o al menos atestiguan- ese fervor de los adultos por sacrificar a sus pequeños. Más allá de los aciertos y errores de los análisis de Rascovsky, no hay dudas de que el fenómeno existe. Los medios informan casi a diario de hechos aberrantes cometidos contra menores indefensos; el más horroroso en nuestro país fue el caso de Lucio Dupuy, el chiquito torturado y finalmente asesinado por sus dos “madres” en 2021.

En esas épocas racovskianas se veía en muchos consultorios pediátricos, escuelas y organismos el póster editado por Filium donde se advertía: “Los niños aprenden lo que viven”. Seguía una lista de frases: “Si un niño vive criticado, aprende a condenar. Si un niño vive con hostilidad, aprende a pelear. (….) Si un niño vive apreciado, aprende a apreciar. Si un niño vive con aceptación y amistad, aprende a hallar amor en el mundo”. Para una pieza gráfica de comunicación, la síntesis es imprescindible: el mensaje debe ser directo y sencillo. Para una reflexión de otro orden, es preciso complejizar el tema: en el ámbito humano las cosas no son tan simples. Nuestro carácter, nuestros actos y nuestras conductas no responden a una causalidad lineal ni automática. No somos los perros de Pavlov sino seres afectados por múltiples factores, capaces de responder de modos diversos a los mismos estímulos y de comportarnos en formas diferentes a las previsibles. Sin embargo, es indudable que todos portamos las marcas de esos tiempos iniciales de la vida, cuando éramos inmaduros e inermes y dependíamos de los cuidados de los adultos. Lo que hayamos experimentado entonces habrá de tener influencia en qué y cómo vivamos después. Solo que esa influencia no es decodificable a la manera de una teoría física o de una lógica del tipo “si A, entonces B”. La maravilla de nuestra especie es la capacidad de romper esa secuencia “natural”. La posibilidad de hacer con lo que nos hicieron, diría Sartre, quien daba a esa potencia transformadora el nombre de libertad. De manera que lo padecido en la infancia no es explicación suficiente para los comportamientos adultos. Mucho menos, su justificación ni su disculpa. El célebre sarcasmo “cuando era chico me pisaron el chupete, por eso soy un asesino serial” resume la idea. El tema se vuelve más acuciante cuando las personas en cuestión ocupan posiciones de poder y tienen, por tanto, dominio sobre la vida de muchos. El poder (y la lucha por conseguirlo o conservarlo) es inherente a la vida. En la naturaleza rige ese principio sin atenuantes, pero los humanos no pertenecemos sin más a ese ámbito: la cultura es el mecanismo que posibilita y exige tramitar esa lucha a través de códigos de convivencia, a fin de construir sociedades basadas en valores diferentes a la pura fuerza. La ley, el arte, la política, la religión y cualquiera de las actividades simbólicas que desplegamos tienen ese fin. 

Saber de las agresiones recibidas en la niñez permite, quizás, entender -e incluso compadecer- al sujeto en cuestión, pero no alcanza para pacificar a los angustiados ciudadanos que reciben, una y otra vez, los maltratos del maltratado. Como si las injurias recibidas por el poderoso terminaran siendo funcionales a su propia perversión. En ocasiones, entre padecer y gozar hay un vínculo intenso. El marqués de Sade lo sabía. Sabemos, también, del vínculo entre filicidio y parricidio: el niño agredido no podrá sino odiar a quien abusa de él y ansiar la revancha. El abuso se perpetra casi siempre en situaciones asimétricas: el poderoso se abate sobre el que no tiene medios para defenderse y contrarrestar la violencia que recibe. Padres con hijos, médicos con pacientes, jefes con subordinados, mandatarios con ciudadanos comunes… Una sorda impotencia y un feroz resentimiento puede alimentarse en quienes sufren tales ataques. Un terreno fértil para sembrar futuros espantos.

Casi desde el comienzo de la gestión de nuestro presidente, prestigiosos actores de la cultura y de los medios vienen alzando su voz para advertir los peligros que implica un mandatario desbocado. Insultos, agravios y destratos sin fin y sin filtro se desgranan permanentemente como si fueran una forma normal de comunicación. Los atacados -profesionales de valía de diferentes ámbitos- responden, por lo general, con mesura y respeto pero con preocupación y severidad. El modelo patoteril que baja desde las más altas esferas puede autorizar y legitimar conductas de bullying y de agresión en todos los niveles sociales. ¿Qué mensaje reciben los jóvenes, qué sujetos se promueven cuando la más alta investidura recurre sin cesar al improperio y la paliza verbal? 

Pero, ¿son tales advertencias necesarias o productivas? No podemos dejar de hacerlas y de reiterarlas, mas sospecho que son absolutamente infructuosas: no estamos diciendo nada que el agresor no sepa. Esas conductas no son por inadvertencia, inconsciencia o descuido: más bien, daría la impresión de que la indignación y la alarma son efectos buscados y calculados. ¿Por qué, para qué? Un enigma. Pero, amén de que su equipo asesor detecta que el insulto “mide” y mantiene la permanente actualidad en los titulares, intuyo que la estrategia apunta a recordarnos que ese hombre ha sido y sigue siendo un chico agraviado. “Pegan a un niño”, decía Freud. Y ¿quién no se compadecería, en el fondo de su corazón, de una criatura tan dañada?

Quizás la escena más reveladora de los últimos días haya sido el llanto acongojado del presidente ante el féretro del Papa, un papá que lo abrazó con afecto a pesar de los insultos del pasado. Ahí se vio a un niño dolorido que bien podría haber dicho “Eli, Eli, ¿lama sabactani?”, Señor mío, padre mío, ¿por qué me has abandonado? Finalmente, toda criatura castigada busca a un padre que lo acoja y lo cuide.

El problema es que este chico impotente del ayer se convirtió en un chico con un poder que lo excede y lo obnubila. Un arma peligrosa en manos de quien acumula tanto sufrimiento. Como le advierte Dios a Caín, la desmesura de la venganza acecha en el umbral. Y siempre hay quien sabe capitalizar esa endeblez emocional y esa debilidad subjetiva: del Papa al monje, el niño castigado busca una extraña redención creyendo que el odio y la violencia le dispensarán una satisfacción que nunca llega. Triste momento cuando, despojado ya del cetro, se mire al espejo y vea que detrás de su imagen no hay sino sombras y fantasmas.


Diana Sperling

Bs. As., mayo 2025.

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