LAS FUERZAS DEL SUBSUELO

Cuentan que el emperador Adriano (Roma, siglo II) vio pasar a un judío que no lo saludó y mandó que lo colgaran en la horca. Al día siguiente, un judío pasó y lo saludó, a lo que Adriano, furioso, le espetó: “¿Cómo te atreves?”, y mandó colgarlo.

Un consejero imperial le preguntó al monarca cuál era su lógica, y este le respondió: “¿Acaso me vas a decir cómo debo deshacerme de mis enemigos?”.

Más allá de la veracidad histórica del relato, que si no fuera patético sería un chiste, dice -como nos enseñó Freud- una verdad: la exclusión, odio y persecución hacia los judíos no necesita razones ni justificaciones plausibles. Basta, en todo caso, con inventar fábulas y mentiras, difundirlas y repetirlas cansinamente para darle a esa persecución cierto aspecto de seriedad. Reiterada cientos de veces a lo largo de los siglos y en distintos ámbitos, esa tendencia aparece y vuelve a aparecer con nuevos  bríos como si formara parte de un hábito, una “lógica” tan naturalizada que no merece explicación ni cuestionamiento. El nazismo no inventó tal pasión destructiva, pero se ocupó de sistematizarla y de inyectarla insidiosamente en la sociedad en base a argumentos pseudocientíficos y falseamiento de historias y narrativas. Esa rara “lógica” se aplica a muchos otros colectivos, según la ocasión. 

Demonizar a un grupo y cargar sobre él todas las culpas de las desgracias de un país es una práctica vieja como el mundo. La novedad es que ahora existen medios mucho más eficaces para el éxito de esa campaña. Bomberos, judíos, negros, homosexuales, carpinteros o periodistas pueden ocupar ese sitio. Poco importa que las “razones” que se invocan no tengan nada de cierto. La verdad no juega papel alguno en estas lides. La “posverdad” -ese nombre actual del engaño y de la estafa- es bastante antigua.

Que el grupo discriminado sea cualquiera de los mencionados (o el que surja en cada época o lugar), es, en cierto modo, irrelevante. Son diferencias anecdóticas. La estructura es siempre la misma: hay un “otro” que es preciso extirpar para que el “nosotros” se preserve y se mantenga puro. Casto. Sí, retomemos el término que ha sido estandarte del actual gobierno: la casta. Mediante una astuta manipulación de lenguaje, la supuesta casta (política, periodística, grupos de poder varios) quedaba del lado de la impureza y el Mal… Hasta que, andando el tiempo, los velos se desgarran y comienza a entreverse que esa división maniquea era solo una fachada. La taba parece darse vuelta, el espejo devuelve el horror de la imagen invertida.

Lo contrario de casto, en latín, es incasto (impuro), de donde viene “incesto”. Relaciones prohibidas por la ley de la cultura, con su carga de abuso, perversión y transgresión de todo lo que hace posible la vida en sociedad. Cualquier forma de incesto implica retrotraer la existencia humana a un estado de anomia, de uso de fuerza y violencia sobre el prójimo y de desconocimiento de los límites civilizatorios. 

Un suceso reciente puede suscitar curiosas asociaciones: se acaban de descubrir, en el subsuelo del Palacio de Justicia, cajas llenas de documentos nazis, llegados por barco en 1941, etiquetados como envío diplomático desde la embajada alemana en Japón. Carnets y libretas con la cruz gamada, material de propaganda del nazismo, presumiblemente destinado a expandir la ideología hitleriana en nuestro país. Las cajas eran de un carísimo champán: lo más exquisito y aristocrático escondía lo peor. “Cosa ´e mandinga”, diría mi abuelo: el hecho viene a despertar viejos fantasmas y a sugerir otros nuevos. La imagen es poderosa, casi una metáfora en sí misma. El nazismo encarnó ese movimiento obsesionado con la pureza (de raza, como antes la Inquisición aspiraba a la pureza de sangre), en cuyo nombre se autorizó a cometer los crímenes más horrendos que recuerde la historia. La manipulación del lenguaje, la distorsión de la verdad y la creación de un aparato legal ad hoc fueron armas imprescindibles en pos de ese cometido, precursoras del uso de las armas letales para el exterminio de millones de seres humanos. Ya sabemos (pero, ¿habremos aprendido la lección?): se comienza matando las ideas (las palabras, la ley) y se termina matando a los hombres…

Lo perfecto y puro -que se postula como “justo”-, resulta imposible para la especie humana. Somos seres hechos de mezclas y contradicciones, de rasgos positivos y negativos, de eros y tánatos (diría Freud, nuevamente…). De modo que la aspiración a la pureza es, siempre y paradójicamente, siniestra y mortífera. Contiene en su núcleo -en el subsuelo- la máxima impureza: el impulso destructivo. El odio. Pero el odio suele ser una máscara del miedo, al punto de que muchas veces se confunden. El término “judeofobia” es ilustrativo: se traduce generalmente por “odio a los judíos”, pero la palabra fobia -en griego, phobos- significa miedo. El temor irracional a que ese otro cuestione mi yo, haga tambalear la certeza de lo que creo ser, ponga en duda mi “pureza”. 

Las fuerzas del subsuelo son, sin duda, incalculables. Las cloacas infestadas de ratas que corren bajo los relucientes edificios de la ciudad, los cimientos apestados del poder, los pactos espurios y las componendas inconfesables se esconden en los rincones de los palacios (Shakespeare lo sabía). Como en muchas familias, donde el incesto es un secreto que envenena la vida y la descendencia, también la política oculta bajo la superficie terribles oscuridades. 

No es que el cielo haya perdido su esplendor: es que cada vez se hace más evidente que no es de ahí de donde proviene la fuerza.

Diana Sperling

Bs As, mayo 2025.

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