CORONA 2020

LA CONSPIRACIÓN DE LOS FILÓSOFOS

En circunstancias extremas como la que estamos viviendo, no es raro que se produzca una inaudita proliferación de discursos. Artículos, conferencias, charlas, posteos, propuestas, análisis, interpretaciones y pronósticos de todo tipo inundan los medios y las redes. Y es lógico: lo excepcional produce tal extrañeza y tanta desorientación que nos volvemos ávidos de explicaciones. Necesitamos entender, pedimos hallar alguna lógica a lo que parece loco y absurdo, esperamos un bote salvavidas que nos rescate de la incertidumbre. Rogamos que aparezca algún entendido que nos provea de una brújula, un mapa para orientarnos y nos permita saber hacia dónde dirigir nuestros pasos y nuestra esperanza.

En medio de ese océano tormentoso salen a escena los falsos mesías y los profetas supuestamente iluminados. En toda época oscura han aparecido, con promesas de salvación o amenazas de castigos terribles. No es fácil escapar a la ocasión de enunciar retóricas evangelizadoras: parece ser la hora de los predicadores. Es difícil, en especial para quienes tienen la oportunidad de dirigirse a un público más o menos amplio, sustraerse a la tentación de predicar, de convertir lectores, audiencia o alumnos en feligreses y "bajar línea", ofrecer una visión totalizadora y aleccionadora de lo que ocurre y, más aun, de lo que ocurrirá…

Muchos de esos mensajes producen un notable impacto, exacerban los miedos o las teorías conspirativas, introducen la idea de que alguna fuerza malévola -el capital, los mercados, el consumo, la ambición desmedida, los lobbys, el comunismo o el imperialismo, la humanidad toda como plaga….-, en forma voluntaria o inconsciente, está en la raíz misma de la pandemia. Aunque la palabra "pecado" no se pronuncie, esos discursos, por más revolucionarios y progresistas que parezcan, utilizan la misma lógica inquisitorial y culpógena que los sacerdotes de antaño. El Mal queda personificado y encarnado por alguna de esas entidades. Podemos respirar tranquilos: el asesino no será el mayordomo pero tiene nombre y, a veces, rostro concreto. Así será más fácil cazarlo o, al menos, echarlo a la hoguera de la condena social para que nuestras conciencias se alivien.

Algunos de tales discursos, más o menos tremendistas y a pesar del impacto inicial, terminan diluyéndose en el lugar común, la grandilocuencia o el slogan políticamente correcto. Muchos de los monjes que los enuncian son, sorprendentemente, quienes pretenden oponerse a la retórica de iglesia: filósofos. Famosos, mediáticos, reconocidos autores de textos que se consumen de a millones, parecieran competir por el estrellato con los nuevos rock stars del momento: los científicos.

Pero, es ese el lugar deseable para un pensador, un cultor de las interrogaciones fundantes de Occidente, un trabajador de la pregunta? No es el asombro, como decía Aristóteles, la disposición de ánimo propia de la filosofía? Dar respuestas conclusivas, emitir oráculos, encontrar culpables, acusar y condenar, armar una lógica que cierre y calme… parecerían actitudes en el extremo opuesto a esa disposición. Porque si de algo puede ufanarse la filosofía es de su vocación de fracaso: a diferencia de muchas otras disciplinas, no ha venido al mundo a constatar ni contestar, a calmar o reducir los problemas sino, más bien, a sacarlos a la luz para que podamos advertir sus infinitas aristas, su complejidad y su insistencia. Kant decía que "el científico va a la Naturaleza con la pregunta en una mano y la respuesta en la otra". Si la ciencia trabaja con lo desconocido (es decir, lo todavía-no-conocido), porque sabe de antemano qué quiere o debe hallar, la filosofía gira en torno a lo incognoscible. Al igual que, por ejemplo, el psicoanálisis o la poesía, el pensamiento filosófico reconoce y rescata ese agujero en el saber que nos constituye. No aspira a develar todos los misterios, sino a reconciliarse con la existencia del misterio. No pretende proporcionar certezas, sino reivindicar la incertidumbre como inherente a nuestra condición. En todo caso, si algo tiene para enseñar la filosofía  es el arte de formular las preguntas adecuadas, sin prometer satisfacción ni solución. Lejos de los exitosos predicadores al uso, oficiantes de cultos más o menos catastrofistas, los humildes filósofos de a pie solo atinamos a reunirnos con amigos, alumnos, interlocutores, en el desamparo de una conversación sin destino final ni garantías. No tenemos fórmulas ni slogans que sellen el temor y el temblor que nos acomete. Con palabras chiquitas, con lecturas lentas y vacilantes, con la perpetua duda acerca de qué o cómo algo de lo que decimos llegará al otro, no abandonamos la apasionante tarea de la transmisión. Pero la transmisión -por su estofa misma- no es de un contenido o de un conocimiento acabado sino tan solo, y nada menos que, convocar al pensamiento abierto, pasar la antorcha de la inquietud y renunciar a la posesión del saber. En la tradición talmúdica se dice que el mejor alumno no es el que responde a las preguntas del maestro, sino el que lo incomoda con interrogantes que el maestro mismo no había llegado a pensar.

Diana Sperling

Bs. As, mayo 2020


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