Angustia

Culpar al mensajero es la estrategia del negador. 

Lo que trae la mala noticia no existe: es una creación -con intenciones más o menos sospechosas- de quien la anuncia.

Esta acusación se basa en el reconocimiento -consciente o no- de la dimensión performativa del lenguaje. Las palabras no solo describen o constatan realidades: también las crean. Cuando un juez dice "condeno" o un sacerdote pronuncia "perdono", ejecutan el acto que enuncian. De ahí que esos verbos -tan propios del lenguaje jurídico o religioso- se denominen realizativos y sean los propios del lenguaje performativo. Maleficios y bendiciones lo articulan. También la política utiliza esa potencia inherente al habla.

Pero para que un performativo sea exitoso debe ser enunciado desde un lugar de autoridad. Padres, gobernantes o todo quien esté en una posición de poder tienen la capacidad de producir efectos con su decir. No por nada, el término sentence en inglés significa frase pero también sentencia. Es de sobra conocido el caso de chicos a quienes sus adultos cuidadores les aplican algún calificativo -tonto, gordo, torpe, el que sea-, para que ese niño crezca y se convierta en eso que le han atribuido. Algo de la profecía autocumplida se verifica también ahí.

La performatividad tiene un sesgo de pensamiento mágico: reconoce, en las palabras, un poder que convierte el decir en un actuar. En ese sentido, del dicho al hecho no hay mucho trecho…

Acusar al mensajero de crear una realidad antes inexistente implica usar ese mismo poder, es su exacta contracara. Si yo niego eso, entonces no existe. Recordemos el temor que durante décadas -y en gran parte, hasta ahora- impedía pronunciar la palabra "cáncer"', como si evitar el nombre fuera una forma de conjurar su amenaza.

En la actual coyuntura, algunos gobernantes han cometido el criminal desatino de negar la espantosa realidad de la pandemia. Ensoberbecidos y cegados por la posición de mando, suponen que tapándose los ojos la escena desaparece. Como los chicos cuando se cubren la cara y creen que, porque ellos no ven al otro, el otro no los ve.

Asumir que la negación del Covid-19 es un acto loco no amerita discusión alguna. 

Porque el virus es observable, medible, y por ende objetivo. Pero, cómo se calcula la angustia? En qué curva de progresión o de contagio ver su avance o su retroceso?  La angustia escapa a toda medición: es subjetiva. Pero: objetivo significa real, verdadero, y subjetivo connota irreal, inventado, ficticio?

Basta preguntar a una persona angustiada -con o sin "motivo"- para enterarse de que nada es más real que ese estado. 

Es preciso justificar la angustia -o la tristeza, o la depresión o cualquier otro afecto semejante- para que los demás le den certificado de real? Quién puede atribuirse el derecho de legitimar o descalificar el sentimiento o la emoción del otro? Dónde está la vara que autoriza mi miedo, mi alegría, mi deseo, mi esperanza? No hace falta siquiera convocar a Freud o cualquier otro entendido en los fenómenos del psiquismo. Podemos retrotraernos más atrás, al siglo XVII, cuando Spinoza dio en su Ética una clara definición de los afectos, reconociéndoles tanta realidad y contundencia como a los movimientos corporales. Si, como dijo el holandés, "nadie sabe lo que puede un cuerpo", es porque el cuerpo está constituido por una compleja trama de pulsiones, emociones, fuerzas anímicas, lenguaje, imaginación… Nada de lo cual puede ser sometido a exámenes de laboratorio ni cuantificaciones técnicas.

Porque, de nuevo (como he afirmado en otros escritos): reducir el cuerpo a su aspecto de organismo, limitarlo a sus funciones biológicas, medirlo únicamente en términos de salud y enfermedad físicas no puede sino convertirse en una maquinaria de desubjetivación. Una política de los cuerpos desubjetivados implica una concepción mecanicista y robotizante de lo humano. No la ciencia sino el cientificismo podrían asumir tal postura, parcial y tuerta.

Tal vez otro aspecto se insinúe detrás del asunto: para quien ocupa el lugar de proveedor o protector -padre, marido, gobernante…-, la angustia del otro lo pone en cuestión. Lo desestabiliza, por no decir que lo destituye. Cómo, si te doy todo, te quiero, te cuido y te alimento? Qué motivos tendrías para no estar satisfecho?

La ecuación entonces sería: angustia=ingratitud. Y no hay peor afrenta, más duro golpe al narcisismo que enterarse de que uno no completa al otro, de que el otro -sus necesidades, sus emociones, sus deseos- son en gran medida independientes de uno. Que el otro, en fin, es en efecto un otro. Porque a lo que todo humano aspira es al reconocimiento, más todavía si se ostenta un lugar de poder.

A veces la investidura -no importa el signo político- confunde los planos.  La tarea del gobernante incluye atender una infinidad de cuestiones y, aun si muchos de los conflictos son apropiadamente resueltos o conducidos, por más meritorio que esto sea, ello no autoriza a desconocer aspectos que permanecen problemáticos y caen, de algún modo, por fuera del campo del poder en obra. No es obligación de quien está al mando solucionar todo, no podría hacerlo. Solo se requiere la sabiduría de bajarse de la omnipotencia y reconocer esa "tercera dimensión" -emocional, afectiva, psíquica- que se pone en juego, y mucho, en toda crisis, sin suponerle una intencionalidad destituyente ni un propósito avieso.

Gobernar es también advertir las múltiples aristas de la realidad, incluso las que escapan al dominio del que ocupa el sitial de conductor. En otro pasaje, Spinoza afirma: "la imaginación dice más del que imagina que del objeto imaginado". La negación también.

Diana Sperling

Bs. As, mayo 2020



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