PROHIBIR

Desde del fruto edénico hasta las proclamas del mayo francés, la prohibición ha sido -y sigue siendo- tema medular para los humanos.

No es exagerado afirmar que la cuestión nos ocupa a partir de los comienzos mismos de la humanidad: y no se trata de una expresión retórica o metafórica, sino estrictamente literal. En efecto: como afirman los antropólogos (Levi Strauss, ejemplarmente) e ilustran autores de otras disciplinas (Freud en Tótem y tabú, uno de los más significativos), la humanidad como tal es producto de una prohibición. Lo que separa la naturaleza de la cultura es, dice Lévi Strauss, la prohibición de incesto (es decir, la entrada en el lenguaje y la diferencia de lugares generacionales). El pasaje de uno a otro ámbito no se produce a modo de una "evolución", sino de un salto, un abismo que marca una diferencia radical. Un hito del que no se vuelve. La naturaleza desconoce la prohibición.

Las dos interdicciones nucleares son incesto y asesinato. Lo cual no significa que no se cometan, aquí y allá y en todos los tiempos, esos crímenes ("crímenes de la especie hablante", dirá Deleuze). Pero son considerados crímenes precisamente por -y a raíz de- estar interdictos. Prohibición y transgresión forman un par inseparable, se co-implican lógicamente, se suponen mutuamente. Tabúes fundantes, condición de posibilidad de que haya cultura, es decir, humanidad. Interdicciones que habrán de adoptar contenidos diversos en los distintos grupos y las distintas épocas, pero inherentes a la estructura y, por ende, invariantes.

La posmodernidad se lleva mal con el asunto. Por doquier aparecen figuras y figuritas mediáticas exclamando, con pose rebelde y tono soberbio, "no me gustan las reglas", "me aburren las normas" y otras expresiones igualmente "transgresoras" à la mode. (Im)postura que rápidamente se derrumba con solo preguntarle, al personaje en cuestión, qué haría si le robaran el auto o atentaran contra su vida o integridad. La respuesta, sin duda, sería: hago la denuncia, llamo a la policía, etc. O sea: recurro a la ley y a las normas cuando me conviene y me protegen, las desprecio cuando me obligan. Si se levantara de su tumba, el Sócrates de la Apología o de Critón volvería a morirse de un ataque de espanto…

Claro que la ley impone límites, reprime, impide y exige. Esa ineludible condición humana -somos, diría Enrique Kozicki, Z"L, "animales legales"- es el carozo de lo que Freud denominó "malestar en la cultura". No como un estado de molestia o enfermedad que sería curable o de la que nos podríamos desembarazar, sino como la estructura misma de nuestra existencia. Somos, en efecto, seres finitos, fallidos, limitados, divididos, habitados por la negatividad (lo que no somos, no sabemos, no poseemos)… Esa es nuestra miseria y nuestra riqueza, el piso sobre el que podemos construir y crear. Y subsistir como especie. Porque además -y en una función esencial- la ley convoca. Llama a responder, es decir, a ser responsable.

En efecto, no hay "bienestar en la cultura" porque la humanidad sin ley es inconcebible. Y el núcleo duro de la ley es la prohibición. En términos formales, ley es solo una línea divisoria, la frontera que separa lo que se puede de lo que no se puede. El castellano carece de ese sutil pero fundamental matiz del inglés que permite distinguir entre can, "poder" en un sentido fáctico o físico (yo puedo matar) y may, poder en el sentido de lo que está permitido o es lícito (yo no puedo matar). 

Ahora bien: sabemos que hay -ha habido y seguirá habiendo- usos y abusos, utilizaciones perversas de la ley, regímenes -políticos, religiosos, familiares, educativos- basados casi exclusivamente en la prohibición, asociada por tanto a sistemas de feroz represión. La ley es pharmakon: remedio y veneno. En potencia, instituyente, pero pasible de transformarse en destituyente, destructiva, arrasadora.

Como ley y cultura son términos indisociables, se trataría entonces de afinar el lápiz y ver de qué hablamos cuando hablamos de ley. En principio: La Ley -en su sentido formal o simbólico- es condición de posibilidad de que haya leyes (como el lenguaje con respecto a las lenguas). Lo que nos instituye como sujetos es esa ley fundante, de la que son deudoras las leyes positivas (concretas, particulares). Y ese es el terreno problemático. Ninguna ley particular es "La Ley". Ninguna norma específica llena esa forma. 

Una cosa es la prohibición fundamental que da paso a la cultura, y otra cosa son las prohibiciones coyunturales, siempre en peligro de caer en una proliferación abusiva o en recurso de ejercicios ilimitados de poder. Si la una posibilita, las otras impotentizan. Si la una libera ("libertad, dice Kant, es someterse a la ley"), las otras esclavizan porque nos someten a un soberano que se atribuye la encarnación misma de la legalidad y pone a la ley bajo su capricho.

En tanto sujetos hablantes, la Ley es inherente a nuestra constitución, a nuestro armado. Nos atraviesa y nos sostiene. No somos sus dueños, no la poseemos, pero tampoco nos es exterior. El problema aparece cuando la homologamos a "mandato", algo que me es ajeno, que otro quiere de mí y con lo que yo no tengo nada que ver. Una suerte de agregado artificial a nuestra "verdadera esencia", a nuestra "naturaleza". Ideas que, claro, la sociedad de consumo incentiva, bajo el lema "todo se puede". Y ese es el mandato fáustico más mortífero, la omnipotencia en la que las pulsiones quedan desligadas de la ley.

El fruto del Edén anoticia a Adán de su condición mortal y legal. Lo hace entrar a lo prohibido para que le sea posible devenir humano. A partir de ahí se desenvuelve la historia. Ni "prohibido prohibir" ni "todo es prohibición": la cultura consiste en el delicado, inestable y siempre incierto equilibrio entre ambos extremos. Ardua pero apasionante tarea, sin término ni resolución definitiva. El amor, el arte, el pensamiento, el juego, son algunas formas de andar ese camino.

Bs As, julio 2020


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