Marcas en el cuerpo
Cuerpos grabados, cuerpos gravados: marca, corte, inscripción.
Jóvenes que se realizan marcas dolorosas en el cuerpo. El tema es un motivo de preocupación y de reflexión para los analistas, dada la creciente frecuencia de casos que llegan a los consultorios ostentando marcas, piercings, cortes y tatuajes, muchos de los cuales dicen, a su manera, de algún sufrimiento indecible.
Se han escrito abundantes páginas, y se sigue escribiendo y discutiendo al respecto. Prácticamente todos los autores coinciden en algunos puntos: indagar qué del cuerpo se pone en juego en estas situaciones, qué relación entre sujeto, cuerpo y palabra, el déficit simbólico, lo no dicho que requiere otro tipo de expresión...
Otro aspecto que insiste es la cuestión del tiempo: los jóvenes insertos en un mundo de vértigo, de inmediatez y fugacidad, de apuro y consumo raudo, de “todo ya”, que parecería invocar la necesidad de una estrategia para contrarrestar tal evanescencia del presente. Allí, el tatuaje o la marca en el cuerpo tendría ese carácter de freno, un modo de apelar a lo permanente e imborrable como coartada para construir una identidad, establecer un anclaje y no sentirse meras hojas al viento.
Muchos se graban nombres o figuras de seres queridos (parejas, hijos) o de padres o amigos fallecidos, como si ese grabado fuera el único modo de garantizar la memoria (“solo se recuerda lo que no deja de doler”, dijo Nietzsche), o como si no dispusieran de otras vías simbólicas para perpetuar el vínculo amoroso o tramitar su duelo. Pero también el empuje a la moda y al consumo, el imperativo de estar a la última, así como la necesidad de portar algún signo o contraseña que garantice la entrada y pertenencia a un grupo son factores que, en la mayoría de los casos, emergen como motivaciones para estas prácticas.
Hasta aquí, claro, en un todo de acuerdo. Pero dado que no soy psicoanalista y no tengo, por tanto, la experiencia clínica, solo puedo abordar estos fenómenos contemporáneos desde una perspectiva que trascienda lo sincrónico, de este recorte actual, para intentar entender cómo, por qué y de dónde proviene lo que observamos en el aquí y ahora. Es decir, integrar estas experiencias en alguna lógica histórica, advertir las causalidades y los procesos que llegan hasta el día de hoy con esas manifestaciones.
No se trata de establecer una relación causa-efecto simple ni lineal, sino de ampliar el foco y vislumbrar -más allá de la historia particular de cada persona, pero no sin ello- qué viene viviendo la cultura occidental, cuáles son los avatares del malestar que, desde los días en que Freud formulara esa idea, se van encadenando y adoptando formas y expresiones que pueden leerse como productores de este fenómeno que hoy nos ocupa.
Resumamos: los “descriptores” acuñados hasta ahora son: cuerpo, marca, lenguaje, pertenencia, tiempo...El cuerpo, sin duda, está en el centro de esta escena. Pero, ¿de qué cuerpo hablamos, qué significa aquí ese término para nada autoevidente ni autoexplicativo?
Retrocedamos: a principios del siglo XX Freud formula una concepción del cuerpo inédita (1): el del psicoanálisis es un cuerpo diferente al de la medicina, la religión (cristiana) y todos los discursos conocidos. Él puede pensar algo novedoso a partir de sus histéricas -de la escucha de sus síntomas-, cuerpos que “hablan” dolorosamente lo que no se puede decir. Se “acusa”, en el síntoma histérico, lo que mortifica y acosa. La “cura por la palabra” apunta a destrabar ese no-dicho. Permitir que algo de lo somático acceda a la representación se vislumbra como la única vía para un alivio posible del padecer. Cuerpo y lenguaje, entonces, ineludiblemente ligados. Hay cuerpo si hay investidura lingüística. De lo contrario, será a lo sumo organismo, carne “cruda”.
El descubrimiento freudiano trajo grandes avances en ese campo, en la comprensión de esa ligadura inherente a lo humano y a lo subjetivo. Pero lo insólito es que ahora asistimos a un enorme retroceso: algo se ha enquistado, el cuerpo vuelve a ser doloroso campo de batalla de padecimientos indecibles. La lengua ha enmudecido, las palabras ya no significan (2). ¿Qué fue lo que pasó? ¿Podemos
ubicar, entre esos albores del siglo pasado y nuestros días, a lo largo de una centuria, un momento, un turning point, un suceso que haya tenido tan tremenda importancia y tan rotundo peso como para acallar la revolucionaria liberación freudiana?
De la mano de algunos pensadores indispensables, creo que sí: “eso que ha tenido lugar” -dice Legendre- es lo que, en 1941, cuando le comenzaron a llegar las noticias y testimonios de lo que ocurría en Polonia y Alemania, Churchill llamó “un crimen sin nombre”. Y subrayo la expresión.
Lo imposible de decir hace su brutal entrada en escena, ya a nivel de sociedades y naciones enteras. Habrá que esperar todavía varios años hasta que Raphael Lemkin, un abogado polaco horrorizado por la matanza de armenios a manos de los turcos, cree el término “genocidio” y le ponga nombre, por fin, a lo innombrable. Ese término -discutido, vapuleado, abusado, manoseado... como es el destino posible de cualquier palabra- permitió, sin embargo, dar curso a algo de la reparación. A alguna instancia de justicia y castigo, a la posibilidad de restitución de derechos mancillados, a la valoración del testimonio, a la tramitación de la memoria y la honra de los asesinados... En suma, a articular el horror con la ley.
Se sabe: ningún nombre recubre por completo la cosa, los bordes no coinciden, los perfiles de palabra y objeto no se ajustan con exactitud. Mas el propósito del nombrar no es la definición científica, sino la necesidad de acotar lo ominoso. ¿Darle cauce a lo pulsional?
Pero lo ominoso que el nazismo trae -y es de eso de lo que estamos hablando- excede y arrasa todo límite, no soporta borde ni freno, se desparrama como la peste de Tebas o como las epidemias incontrolables que diezman a poblaciones enteras en apenas semanas. El nazismo -más específicamente la Shoá-, constituye una fractura indeleble. Lo que podríamos describir como acontecimiento: un corte del
tiempo en el tiempo. Un hecho crucial que parte la historia en dos, y que exige una relectura del pasado así como, obviamente, de lo que sucede después (3). Si nos corremos de la perspectiva sociológica y el abordaje meramente historiográfico para intentar comprender la estructura del nazismo, podremos vislumbrar algo de sus efectos en nuestra contemporaneidad. Como dice el jurista Legendre, “no somos conscientes de que el golpe que el nazismo ha asestado a la cultura sigue vigente, bajo formas diversas y enmascaradas y por múltiples vías. Vivimos en una sociedad post-hitleriana”. En el mismo sentido, algunos pensadores sostienen que no hay más sujeto que el sujeto post nazismo. La más elemental lógica indica -y solemos olvidarlo, olvido que exige ser indagado- que semejante catástrofe (eso es lo que denomina el término Shoá), tamaño cataclismo de todas las construcciones de la cultura occidental no podría ser simplemente un episodio, una anécdota, un capítulo superado de la historia (4).
¿Qué de sus efectos perduran y nos “interesan”? (Uso el vocablo en el sentido preciso en que la jerga médica lo usa, cuando se dice que una herida de bala “interesó” a tal o cual órgano).
Retomando nuestros términos clave, descriptores o marcadores (valga la coincidencia...), resulta imperioso preguntarnos, como anticipé, de qué hablamos cuando hablamos de cuerpo. Así como el de la medicina o el de la religión no eran a lo que Freud se refería, tampoco el del nazismo lo fue. Cuando Legendre afirma que el nazismo lleva a cabo una “concepción carnicera de la filiación”, hay que sacar todas las consecuencias que tal frase implica. La reproducción humana se vuelve mera cuestión biológica. El cuerpo ya no será soporte de la transmisión, sino pura materialidad orgánica medible y observable -y por ende, manipulable-. La carne ya no estará “cocinada” por la cultura y el lenguaje, sino que consistirá en animalidad ofrecida a la experimentación: carne cruda.
De la mano de esa maquinaria que investiga la vida para manipular sus resortes y así aniquilarla mejor -es decir, para fabricar la muerte en serie-, se despliega una operación simultánea y solidaria con el lenguaje. Las palabras quedan reducidas a signo, el espesor de la lengua se adelgaza hasta la nadificación, los vocablos son instrumentos mortíferos (5). No se trata solo de la matanza de los cuerpos, sino -como compañía inevitable- del asesinato de la metáfora. Así como los constructores de Babel aspiraban al dominio absoluto y totalitario del decir -"era toda la tierra de una sola lengua y pocas palabras”, dice el texto bíblico al comienzo del cap. XI de Génesis-, ya que ese es el instrumento más eficaz del totalitarismo, a la par que desplegaban una ingente producción técnica -fueron los primeros fabricantes de ladrillos!- y despreciaban la vida humana -no reparaban en los obreros que caían desde lo alto de la torre en el desempeño de sus tareas para “llegar cada vez más alto”-, podemos vislumbrar en el hitlerismo pretensiones semejantes. Porque no hay vida más que en esa ligadura fundante de cuerpo y palabra. No hay más vida que vida instituida. No nuda vida, sino -como bien señalan Spinoza y Benjamin- existencia ligada a la ley y a la palabra. “No es suficiente con producir carne humana -dice Legendre-: es necesario instituirla”. ¿Qué significa instituir? Quiere decir: alojar al naciente en el lenguaje, inscribirlo en la trama de la cultura que lo precede y le da sentido -que lo habilita para la construcción de sentidos-, ubicarlo en la cadena filiatoria, señalarle su lugar de hijo en la sucesión, ligarlo genealógicamente. Porque, dice el jurista, el núcleo ineliminable de la ley y del derecho no es otro que la genealogía. "Cuando se desmantelan los mecanismos genealógicos, la vida no vive", acota. Toda la producción jurídica no apunta a otra cosa que a tramitar, por vías que hagan posible la vida humana, el empuje al incesto y su prohibición. Es decir, fabricar tiempo, proveer herramientas para posibilitar al viviente hablante la comprensión de su estofa temporal, finita y fallida, a la vez que ligada y sostenida por la tradición y la transmisión.
“Genocidio” significa, entre otras cosas y muy centralmente (según la convención de las Naciones Unidas de 1946, donde se establece el término para el derecho internacional)6: impedir los nacimientos en el seno del grupo atacado, y/o trasladar por fuerza a los niños del grupo a otro grupo. Es decir, romper esa ligadura genealógica, atacar y destrozar la sucesión y la inscripción filiatoria, borrar toda marca que la sucesión de generaciones inscribe en el nacido a fin de que el nuevo viviente humano pueda, en el correr de su existencia, leerla, resignificarla, convertirse en heredero -y por ende intérprete- de aquello que porta en tanto ser nacido de otros. Esa es la forma humana de construir temporalidad, o sea, de devenir sujeto. Si las que prodiga la filiación son marcas del deseo, las practicadas por el nazismo -números como borradura del nombre- lo son de la muerte. Pero no de este o aquel sujeto particular, sino de la especie humana en tanto tal. (Tal vez resulte ocioso vincular esos tatuajes mortíferos con los que nos ocupan hoy, pero es preciso advertir que no se trata de una relación obvia ni automática sino un enigma a indagar).
El ataque a los cuerpos que el genocidio lleva a cabo implica así, simultánea y solidariamente, un ataque al lenguaje, a la temporalidad, a la ley, a la filiación y a la transmisión. Es decir, a lo simbólico.
¿Qué efectos, qué saldo arroja tan terrible espanto, y que se puede leer en las actitudes, conductas, síntomas y discursos de nuestros días? Ese arrasamiento a múltiples bandas que acabo de mencionar no puede sino afectar, en forma más o menos explícita, otros aspectos de la cultura que le son concomitantes: la diferencia, la alteridad, la equivocidad del lenguaje...
La cultura, dicen los antropólogos -y muy explícitamente, desde el estructuralismo-, es un sistema de diferencias. La vida humana y la posibilidad de constitución subjetiva conllevan necesariamente operaciones de diferenciación, que resumiría en una suerte de “nudo borromeo” -robándole la figura a Lacan-, tres círculos entrelazados: diferencia entre lo divino y lo humano, diferencia entre sexos y diferencia entre generaciones. Tres modos de decir el tiempo, la falta y la incompletud. Ese punto de articulación que anuda los tres anillos es un vacío, un lugar (y no una sustancia), donde podríamos ubicar la Ley. Tales diferencias están siendo atacadas, una y otra vez, desde los renovados ideales míticos -la pretensión de ser como dioses-, las aspiraciones a la inmortalidad, las figuras de reproducción sin-otro (autoengendramiento, partenogénesis, etc) y la condena a las diferencias sexuales como “viejos estereotipos” que encasillan y restan libertad. Lo ilimitado, dice Milner, se plantea día a día y cada vez más como una aspiración de la sociedad híper moderna y súper tecnológica. La omnipotencia y el acceso total al saber, la transformación imparable del mundo y sus alrededores... (7)
Tanto la tragedia como los textos bíblicos -esos dos corpus fundantes de la cultura occidental- nos muestran, de diversos modos pero en algún punto coincidentes, el peligro de tal omnipotencia, la hybris que no puede sino acarrear la autoeliminación de la vida humanamente vivida. ¿Qué de esa ilusión seductora y mortífera se expresa en el tema que nos convoca hoy?
Más allá o más acá de la singularidad de cada sujeto padeciente, del caso por caso y de la intimidad del consultorio, reitero que me parece imperioso reflexionar sobre los factores en común que hacen a la “subjetividad de la época”, modos de configuración compartidos, aun si modalizados en diversas particularidades, pero que señalan y denuncian rasgos inherentes al ser hijos de nuestro tiempo. Rasgos que llevamos inscriptos, y ese es el punto: inscripciones que caen bajo el escotoma de nuestra modernidad y que no son legibles por los mismos protagonistas de la historia. Algunas pistas posibles para “leer” los fenómenos actuales:
La catástrofe nazi, en su atentado a la filiación -la matanza de los padres en tanto padres y de los hijos en tanto hijos, herederos del nombre “judío”- produjo un desguace en la temporalidad humana como sucesión y transmisión. De eso somos aún receptores pasivos en tanto no estamos advertidos. El tiempo “fuera de gozne”, descalibrado y descalabrado, desplaza la “antecedencia en el saber” a un lugar de desecho. Ser heredero de una transmisión se vuelve sinónimo de sumisión y obediencia a “viejos estereotipos” que es preciso descartar y subvertir. Ya no se trata de “ganarse la herencia”; lo que amenaza es la segunda parte de la frase de Goethe: lo que no te ganes, lo cargarás como un peso toda la vida...
“Nuestra herencia -dice René Char, durante el nazismo en Francia y ante la necesidad de armar una resistencia casi desde cero- nos fue legada sin testamento”. Inermes, los franceses apenas podían articular sus recursos para oponerse a la bota totalitaria. Solo hay apropiación del instrumental para la vida si hay recepción y rescate de lo que se nos lega. Es decir, lectura de las marcas.
La producción que el nazismo realiza de un aparato de legalidad para validar y legitimar sus crímenes conlleva, paradójicamente, un arrasamiento de la Ley. Consiste en una proliferación cancerosa de decretos, normas y resoluciones ad hoc, que se agotan en su inmediato cumplimiento y que tienen por referente no la Ley simbólica o formal kantiana, la pura forma de la Ley, sino la voluntad omnímoda del Führer, el soberano que -como dice Carl Schmitt- decide sobre el estado de excepción (8). Individuo por encima de toda legalidad, con el poder de torcer esta a su antojo y conveniencia, como los dioses y héroes míticos. La destitución de la ley en su estatuto de “indisponible para el sujeto” arrastra, en su caída, como no puede ser de otro modo, la figura del padre, entendida como transmisor de la legalidad y no como su amo o creador.
El consiguiente declive de la función paterna, o el abandono o la renuncia a ejercerla por parte de padres infantilizados, maternizados o descalificados ante la arrolladora presión de los discursos posmo, deja a los hijos “desmarcados”, desligados, tan inermes como los resistentes de Char. Orfandad que pide a gritos el llenado de ese hueco y que, como no podría ser de otra manera, adquiere muchas veces formas terribles. Edipo es, in extremis, un ejemplo ilustrativo: expulsado de su cadena filiatoria, desconocido como hijo -lo que lo lleva a desconocer-se y desconocer al padre-, carente de marcas significantes, se inflige una herida fatal, se autoflagela, como si en ese acto estuviera reclamando la inscripción que no le ha sido donada.
El nazismo marcó la carne como forma precisa de desubjetivación: el número tatuado en el cuerpo de los habitantes del campo anulaba el nombre y, por ende, el carácter de viviente hablante de las víctimas, marca que iba en paralelo con su designación como “muñeco”, alimaña, basura o resto. Los hombres y mujeres se volvían, así, animales marcados como el ganado.
Esa operatoria arrasaba la dimensión simbólica del cuerpo, desligaba cuerpo y palabra, convertía a lo corporal en materia bruta y muda.
En contraposición a tal golpe desubjetivante-y no es casual la asociación-, podemos situar la marca judía por excelencia (eso que, precisamente, el nazismo intenta anular, reemplazar por un signo sin letra ni densidad metafórica): la circuncisión, no como mero acto quirúrgico, sino como “señal del pacto”. Se dice, en efecto, brit milá, “ pacto de circuncisión” pero también, por homofonía, “pacto de palabra”: al corte del prepucio se lo llama en la Torá ot brit, pero ot es tanto señal como letra. O sea, algo a leer, ligadura de cuerpo y lenguaje. La letra, en su carácter asemántico, que solicita ligarse a otras letras para “decir”, invitación a la escucha y la lectura, a la modulación de lo inscripto en las interpretaciones que el sujeto haga de lo que le viene dado. El brit milá es el acto mediante el cual el varón es ingresado al pacto con D’os -es decir, con la Ley-, instituido como hijo, nombrado por el padre e inscripto en la comunidad, a la vez que separado y diferenciado de su madre. Corte y ligadura, cuerpo significado, “cocinado” por la herencia y la cultura. Marca simbólica que abre el acceso a la subjetivación.
El desprecio actual por los ritos de la tradición, cualquiera que esta sea, no solo no “libera” a los jóvenes sino que los empuja a la urgencia de “fabricarse ritos propios”. Los tatuajes y piercings, entre otras acciones, tienen en gran medida esa motivación. Pero: “rito propio” es un oxímoron, ya que el ritual es, por definición, heredado, rasgo de las formaciones que la cultura ha ido produciendo para inscribir a los sujetos en el tiempo, la ley y la pertenencia al grupo del que forman parte. Ritos de pasaje o iniciación, todos tienen ese sentido. Claro que la historia cambia y, con ella, adviene la posibilidad de recrear, resignificar y reformular creativamente esas herencias. El ritual es un marco, una forma -como la ley kantiana- que se presta a innumerables lecturas, a diversos contenidos y libretos, ¡pero porque no lo inventamos sino que lo recibimos! Es un texto que nos dice. Al igual que la ley y el lenguaje, no somo sus creadores sino sus creaciones...
En la pretensión de “fabricar rituales propios” anida la ilusión de autoengendramiento: un mundo sin herencia, sin pasado y sin deuda... filiatoria. Detener el tiempo y ser inmortal. Cirugías, escarificaciones, gestas “artísticas” como las de Orlan o Nicola Constantino van en la dirección de “hacerse un cuerpo”, del mismo modo que los constructores de Babel pretendían “hacerse un nombre” en vez de apropiarse del que les había sido dado. “Ritual propio” es como “nombre propio”: ¡nada menos propio que eso! Tal como nos recuerda Juan Ritvo, “me llamo como he sido llamado”. Pretensión -la del ritual propio- tan pueril como la paradoja del lenguaje privado... Si solo yo lo puedo entender, pierde su condición de lenguaje.
La pérdida de la densidad simbólica y metafórica -lo que se advierte en la dificultad de comprensión de textos por parte de alumnos de escuelas y universidades, como surge de las pruebas que se realizan anualmente- junto con el desanclaje de la transmisión filiatoria y como una de sus manifestaciones, deja a los jóvenes, como sugerí, en una orfandad apenas advertida pero que los impulsa a buscar, desesperadamente, inscripciones y pertenencias. Muchas de las formas que adoptan esos actos implican la perforación, el sajarse o escarificarse, la incisión de estigmas... (de donde la polisemia de estigmatización: pertenencia y exclusión a la vez). Mortificación de la carne, amor sacrificial, inmolación, dolor y herida autoinfligida como formas “nuevas” de insertarse en una tribu. En ciertos grupos marginales -cárceles, mafias, etc.- la incisión también vale por la demostración del coraje que implica someterse a tales prácticas crueles. Todo rito de iniciación pone a prueba ese factor.
Se invoca, frecuentemente, que tal costumbre no es nueva sino que se asemeja a la practicada por otras culturas antiguas o lejanas (¿exóticas?). Con funciones iniciáticas, de duelo, apotropaicas (a modo de talismán para mantener alejado el mal), se realizaban en fechas o circunstancias precisas. La diferencia fundamental entre estas situaciones actuales y las de esas sociedades observadas por la antropología -recordemos que el término tatoo viene de las tribus polinesias- es doble: por un lado, quienes practicaban esas marcas eran, mayormente, sociedades ágrafas, por lo que su forma de inscripción no disponía de la letra (9). Pero además, tales rituales eran impuestos por los ancianos, chamanes, sabios o figuras jerárquicamente posicionadas como legisladores: esas marcas formaban parte ineludible de la transmisión, introducían al individuo en la tradición de los ancestros, hacía lazo con los antepasados, y no meramente entre pares generacionales. Esa distinción jerárquica queda abolida en las ceremonias contemporáneas: la ilusión de una fratría sin padre -vaya paradoja!- sobrevuela muchas proclamas actuales.
Otra polisemia llamativa es la del término “marca”: la prevalencia de la connotación comercial, consumista y marketinera por sobre la de letra a leer resulta sintomática, y habla de los cambios en lo que la idea de pertenencia significa. Ostentar marcas famosas y prestigiosas, importadas y “signos de status” parecería reemplazar, en gran medida, a las de la transmisión, en la búsqueda de mostrar alguna inclusión en una clase o grupo legitimante.
La célebre frase de T. Adorno, “No se puede escribir poesía después de Auschwitz”, no establece una prohibición sino que enuncia una imposibilidad: la incapacidad metafórica de una lengua que ha sido adelgazada y violada -anonadada- para ponerla al servicio de la muerte.
La devaluación del lenguaje, la desimbolización que el nazismo lleva a cabo, en todos y cada uno de los aspectos de la cultura, la sociedad y la legalidad, planea como una sombra sobre los sujetos contemporáneos, aprendices de la idea de que no hay prohibido, no hay imposible, no hay tiempo, no hay ligadura. Algo de eso dicen los cuerpos, en sus marcas sufrientes y en sus demandas no escuchadas por los mismos sujetos que, como el hombre ilustrado de Bradbury o el condenado de la colonia penitenciaria de Kafka, ignoran las historias y las penas que portan, grabadas en sus cuerpos, ante la mirada de los otros.
Diana Sperling, Bs. As, mayo 2018
1. El modo freudiano de concebir el cuerpo seguramente tiene un importante anclaje en las fuentes judías -que él conocía bien-, donde no hay dualismo: no se concibe, en la Torá, la división cuerpo/alma o materia/espíritu que aparece en Platón y se consagra en el cristianismo.
2. Marcelo Viñar, un muy experimentado y prestigioso psicoanalista uruguayo, cuenta que en el consultorio se ve ante “la necesidad de enseñar a hablar a sus pacientes jóvenes”. Un fenómeno de enmudecimiento o de dificultad de articulación lingüística aparece cada vez con más frecuencia en ese sector generacional.
3. “El tiempo de la historia -dice W. Benjamin- no es el tiempo homogéneo y vacío, sino el tiempo-ahora”. No se trata aquí de hacer historiografía, recuento lineal y sucesivo de los hechos -claro que el nazismo no surgió por generación espontánea, y que muchas situaciones preexistentes lo alimentaron y posibilitaron!- sino de practicar lo que Nietzsche llamó genealogía: detectar las fuerzas que actúan en determinado momento de la historia, ver en qué consiste ese accionar y establecer sus efectos. Para seguir con Benjamin y en la línea nietzscheana, es preciso ubicar en la historia esos momentos de interrupción y discontinuidad para comprender la subversión del tiempo que conllevan.
4. Este enfoque anecdótico es el que Legendre le critica a Daniel Goldhagen (autor de Los verdugos voluntarios de Hitler). Por más terrible que haya sido la Shoá, dice el jurista, no basta con entenderlo bajo el modo del episodio histórico ya que este comienza y finaliza, y pasa a ser parte del pasado. En cambio, sostiene Legendre, es imperioso abordar el nazismo en su estructura: el ataque a la legalidad y a la filiación, que no puede sino irradiar sobre toda la larguísima y laboriosa construcción institucional de Occidente, más allá del momento puntual en que los hechos se hayan producido. Ver Legendre, Pierre: “La Brèche. Remarques sur la dimension institutionnelle de la Shoah”, en RechtshistorischesJournal, 17(1998).
5. Ver Sneh Perla y Cosaka Juan C., La Shoah en el siglo. Del lenguaje del exterminio al exterminio deldiscurso, XavierBóveda,Bs.As,1999,ysusprecisasconsideracionesacercadeleufemismoen el régimen nazi. Y, claro, el texto obligado de Klemperer, LTI. La lengua del Tercer Reich.
6. Agradezco a Marina Gorali haberme acercado este material indispensable.
7. Cf. Milner, Jean-Claude: Las inclinaciones criminales de la Europa democrática, Manantial, Bs. As. 2007
8. Ver, al respecto, los iluminadores trabajos de Arnoldo Siperman, en especial Legalidad y nazismo, asz, Bs. As, 2017
9. Numerosos especialistas han puesto de relieve la importancia que la invención de la escritura ha tenido en la historia de la humanidad, las nuevas operaciones mentales que ella trajo y las infinitas posibilidades que abrió en relación a la memoria, la historización, el conocimiento, el arte, etc. En ese sentido, el pasaje de los signos a otras superficies -piedra, pergamino o lo que fuere- para inscribir las narraciones, los valores y las normas de una comunidad y las operaciones de lectura que este pasaje implicó no solo liberaba al cuerpo de su dolorosa función de portador “en vivo y en directo”, sino que abría el abanico de tiempo y espacio para que esos signos fueran leídos, apropiados e interpretados por muchos individuos. Tal distancia y desencarnadura -la escritura como marca de ausencia- son parte del proceso de simbolización.