Filiosofía

Somos seres filiados. Los humanos no nos autoengendramos, todos venimos de otro/s. Spinoza diría: “somos causados”. Junto con la existencia, recibimos un nombre, el lenguaje y un lugar en la cadena de generaciones.

Por eso somos seres de relato: narrados, narradores… Todos (nos) preguntamos de dónde venimos, y es a partir de esa pregunta –y de las respuestas que vayamos recibiendo y/o formulando a lo largo de los años– que construimos nuestras vidas y nuestro modo de entender el mundo. Algún pensador llamó a ese entramado “principio de causalidad”. Toda la historia humana, la cultura entera -ciencia, arte, religión, política...– se construye en base a ese principio. “La cultura –decía Freud– trabaja con los mismo elementos que el individuo”. Cada pueblo tiene sus mitos y leyendas que cuentan cómo y por qué fue creado. Al igual que cada uno de nosotros, con la “novela familiar”, todos necesitamos un mito de origen que nos dé un piso sobre el que apoyarnos para comenzar a andar.

La filosofía indaga por las causas, los principios, las sucesiones y las herencias. Cada pensador, toda corriente se inscribe en esa cadena, y es desde esa posición de heredero que puede cuestionar y reformular el legado que recibe, para que la historia se recree y avance. “Tradición –dice Hannah Arendt– es lo que se recibe y se cuestiona”. Dos movimientos inextricablemente ligados, que se co-implican. Eliminar el primero nos deja en la orfandad; anular el segundo nos condena a la repetición mecánica. Por eso, entiendo que la filosofía es, desde su inicio mismo, filiosofía. Pensar –y pensarnos– desde el eje de la filiación abre un horizonte infinitamente rico que permite entender fenómenos culturales complejos y enigmáticos.

Esta es la perspectiva que orienta mi trabajo.