ZOOPOLÍTICA

(Clarín, 7/11/23)

Es un género muy antiguo, creado tal vez en el siglo VII antes de la era común y difundido por su más célebre representante: Esopo. La fábula, ese breve relato protagonizado mayormente por animales, tenía una clara intención didáctica, de ahí que toda fábula se cierre con una moraleja.

Sus personajes encarnaban, en forma simple y monolítica, virtudes y defectos, lo que facilitaba el uso de tales narraciones con fines educativos para niños pequeños. Se sabe que los chicos no tienen aún desarrollada la capacidad de abstracción, por lo que necesitan aprehender las cuestiones fundamentales de la vida mediante figuras concretas, con rostro, nombre y cuerpo.

Figuras que protagonizan aventuras y situaciones donde se ponen en juego esas características: la valentía, la generosidad, la honestidad, la confianza y sus opuestos no pueden ser comprendidos por las mentes en formación como cualidades abstractas sino como comportamientos concretos.

También los mitos, las leyendas y la narrativa en general funcionan en base a ese tipo de alegorías. Cada animal representa un rasgo específico: la serpiente es astuta (ver, si no, el relato bíblico de la expulsión del paraíso), el pingüino es fiel, el zorro es inteligente, el hornero es hacendoso, y así sucesivamente.

Un animalario capaz de despertar nuestros sentimientos más elementales. ¿Quién no ha llorado alguna vez con las desventuras de Bambi, o ha sonreído con las travesuras de Dumbo? ¿Quién no ha tenido, incluso hasta avanzada la pubertad, un peluche favorito: oso, conejo, perro o ciempiés?

Lo que Esopo popularizó, hace ya tantos siglos, ha tenido enorme fortuna y se ha replicado a lo largo del tiempo de múltiples maneras. El cine de Disney es el caso más ilustrativo, pero no el único, de tal pervivencia. Lo llamativo es que, hoy en día, tal modalidad vuelve con enorme fuerza - como caricatura- y ocupa los primeros planos de la política.

Las disputas y alianzas en ese terreno son protagonizadas por ejemplares del reino animal: gato, tigre, león, pato, paloma o halcón, cisnes blancos o negros, seres que se han adueñado de la escena y dejan poco espacio a los humanos.

¿A qué podría deberse tal fenómeno? Que la política sea representada por un colorido bestiario es, sin duda, un hecho llamativo en términos de comunicación, pero se sabe que toda estrategia comunicacional se arma a partir de supuestos acerca de la mentalidad de los receptores.

Tal parece que la ciudadanía es -¿se ha convertido? ¿la quieren convertir en?- una enorme masa de espectadores infantilizados, solo capaces de consumir el cine del mentado Disney, de DreamWorks o similares. La sabia María Elena Walsh caracterizó a la Argentina hace ya tiempo como “país jardín de infantes”...

Lo que salta a la vista es la dificultad de poner en práctica el pensamiento complejo. A diferencia de los animales de las fábulas, los humanos estamos compuestos de aspectos diversos y hasta contradictorios, de tendencias en conflicto, de incertidumbres.

Nos transformamos una y otra vez, somos capaces de cambiar de opinión y de reparar errores… No siempre, claro, pero lo que sí sabemos es que no hay, estrictamente hablando, “naturaleza humana”.

Sin duda, podemos extraer enseñanzas útiles de las fábulas, tal como Esopo intuía: desde el cuento del escorpión y la rana hasta el del pastorcito mentiroso, sabemos que quien traiciona o miente una, dos, tres veces, seguramente lo volverá a hacer.

Que seamos plásticos y variables en muchos sentidos no obsta para que reconozcamos algunos rasgos característicos de estructura, dominantes de ciertas personalidades. Hay individuos generosos y otros egoístas, modestos y soberbios, truhanes y solidarios…

Lo llamativo, en todo caso, es que la más humana de las actividades, la política, se volvió animal. Cayó víctima de un reduccionismo pueril.

Tal vez los argentinos hemos perdido, en gran medida, la capacidad de pensamiento abstracto. Los expertos en educación comprueban que los alumnos “no entienden lo que leen”: son incapaces de expresar y comprender ideas complejas y nociones abstractas.

Parece que los adultos compartimos, cada vez más, esa imposibilidad. Quizás sea una estrategia intencionada, un proyecto de brutalización y empobrecimiento de la reflexión, un programa enfocado a desarticular la crítica racional y el análisis lógico.

Pero quizás no se trate solo de infantilizarnos: vivimos un empuje a la bestialización. Los humanos parecemos cada vez más reducidos a rasgos maniqueos y afectos primitivos. De los políticos resaltan peculiaridades más propias de un zoológico que de la cultura. Astucia, habilidad para el engaño, rapidez, brutalidad, capacidad mimética, priman sobre virtudes específicamente cívicas.

Ya no se valora el diálogo, la potencia de la argumentación o la escucha atenta del otro. Ya no enamora el sabio ejercicio del pensar. Hemos retrocedido a un estadío previo a la polis, al ágora, al ámbito de la discusión razonada.

Así se hace difícil la construcción de un espacio de convivencia cívica. Lo que rige no es siquiera la ley de la selva -ese oxímoron, ya que la ley es propia de la cultura-, sino el poder del más fuerte, el más astuto, el más engañador. Los ciudadanos comunes somos apenas presa de los impulsos predadores de políticos inescrupulosos.

Si cada vez más se trata a los animales como criaturas humanas, en un movimiento inverso pero proporcional los humanos nos volvemos bichos. Kafka lo vio con pasmosa clarividencia.

Personalmente, prefiero vivir en las tumultuosas aguas de la civilización y no sentirme obligada a elegir entre bestias de distinto pelaje. Madagascar, por más encantadora que nos parezca, es una película, no la realidad.

Diana Sperling es filósofa y ensayista. Su último libro es Tiempo de Spinoza (Leviatán, 2023)

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