CORONA 2020
RITUAL
La posmodernidad se ha desentendido (cree) de los rituales. No es casual: esa actitud va de la mano con el desprecio de las tradiciones, la paternidad -groseramente demonizada y subsumida en el patriarcado-, la ley y todas las vías por las que los humanos nos incluimos e incluimos a nuestros descendientes en la historia de la especie.
En tiempos de temores exacerbados por la pandemia y encierros que conllevan asfixia y pegoteo, parecería que experimentamos la necesidad de recuperar algo de todo eso que, soberbios y engreídos, hemos arrojado al desván de los trastos viejos. La razón se muestra insuficiente, volvemos a sentir miedos no muy distintos a los de nuestros antepasados medievales. Salen a la luz sentimientos primarios y fantasmas que creíamos vencidos. Entonces, brotan y se imponen acciones y gestos repetitivos a los que atribuimos cierto poder mágico, salvador, de resguardo contra el mal. Apotropaicos, dirían los antropólogos. "Los pueblos de la antigüedad eran frecuentemente diezmados por pestes, guerras, hambrunas o catástrofes naturales, muchas veces percibidas como castigos divinos. De ahí -entre otras causas- la necesidad de crear estrategias para 'reordenar' el mundo, restablecer la relación con los dioses y reiniciar los ciclos vitales. Esas estrategias son los rituales", digo en mi libro La difherencia. Y agrego: el ritual es, por definición, una forma de inscripción. Del individuo en el grupo, y del grupo (su legalidad, su historia, su modo de existencia) en el individuo. El ritual legitima la copertenencia de ambos.
Las normativas e indicaciones que ahora, día a día, se ponen en circulación pueden tener el aspecto de rituales: lavado de manos, uso de barbijos, distancia física, modos de entrar a la casa, de limpiar los alimentos que compramos antes de guardarlos… Miles de tutoriales nos llegan por las redes para enseñarnos a cumplir sin falla esos gestos.
Sin embargo, la mera repetición es condición necesaria pero no suficiente para que una conducta califique como ritual. Es preciso por tanto hacer algunas distinciones. 1) El ritual está vinculado a la Referencia, un lugar tercero e indisponible para el sujeto. Eso que ciertas tradiciones llaman Dios, pero que puede portar otro nombre u otro rostro, porque constituye un emblema, un espejo en el que ese grupo humano se mira, se reconoce y se identifica. Tal Referencia nos anoticia de lo que no somos, no sabemos y no poseemos: el Todo. Es decir, la Referencia es lo que nos hace reconocernos como incompletos, fallidos, finitos. Nos remite a ese agujero del saber que nos constituye como humanos. No a lo desconocido, sino a lo incognoscible. 2) el ritual viene de antes, de otros, de la lejanía de los tiempos. Su valor instituyente radica en la transmisión: lo hemos recibido, como recibimos una lengua, un nombre, la vida misma. No lo inventamos. Lo recreamos y, eventualmente, lo resignificamos. 3) A través del ritual se transmite la ley, es decir, las distinciones nucleares de la cultura. Entre tiempo sagrado y tiempo profano, entre padres e hijos, entre la vida y la muerte, entre lo prohibido y lo permitido… 4) El ritual tiene función de ligadura: liga a esa alteridad insobornable e inmanejable (Referencia) y, en el mismo movimiento, liga a todos los que pertenecen a esa comunidad entre sí. El ritual actualiza un lenguaje, un legado, una procedencia común, un "mito de origen" compartido, y por eso hace lazo. 5) En el ritual se pone el cuerpo. No como mero elemento biológico, relacionado al par salud/enfermedad, sino en su dimensión simbólica. Lo ilustra bien la distinción, en el judaísmo entre milá, circuncisión, y brit milá, pacto de circuncisión. El primero es un acto quirúrgico, por razones médicas o sanitarias. No requiere de la palabra, se cumple acabadamente en el corte físico, no tiene más significado que ese. El segundo es "pacto de circuncisión" y, a la vez, de palabra, ya que el término milá incluye ambos significados. Es la instancia en que el niño es nombrado e incluido en un linaje. Se trata, por ende, de un acto filiatorio. Del mismo modo, el bautismo y tantas otras formas que tenemos los humanos -acorde a las prescripciones de cada grupo- de alojar y ligar la vida que llega. Al igual que los entierros y las maneras de velar a los muertos, maneras siempre ceremoniales, con rezos, gestos o cantos que otorguen significado a esa instancia y acoten la angustia del final. Los humanos somos los únicos "animales" que ritualizamos la muerte, rasgo esencial de la cultura. Ritos de pasaje, inherentes a nuestra estofa temporal y fallida. En ese sentido, queda claro que el ritual ubica al cuerpo como lugar de transmisión, de lenguaje y de historicidad. 6) Otro ejemplo: en la noche de Pesaj, el texto de la Hagadá (lectura que narra la salida de la esclavitud) se dice que "cada uno de nosotros debe sentir como si él mismo hubiera sido liberado de Egipto". Lo que allí acontece no es un mero recuerdo que nos tiene de espectadores: somos protagonistas porque, a través del ritual, nos apropiamos de esa historia y nos incluímos en ella. Cada año, cada vez, volvemos a experimentar la liberación, nos sentimos concernidos por el relato. Ese es el poder de actualización del ritual. 7) En esos ejemplos -del mismo modo que en el Vía Crucis de la cristiandad, y tantos otros ritos de diferentes culturas- se advierte la clave del ritual: la puesta en escena. Eso que Legendre llama "la dimensión estética de la Ley", sin la cual no funcionaría la fuerza performativa de la legalidad. Porque, dice el jurista, "la ley no rige a partir de enunciados abstractos, sino de puestas en escena", eso que los textos fundantes transmiten en sus narrativas. La "escena de la Ley" es la creación de un espacio altamente ritualizado que permite dirimir conflictos, diferencias y vínculos en un marco más abarcativo que el mero entre-dos, esa forma primitiva de relación entre humanos donde la fuerza y el poder quedan, por lo general, de un solo lado. Instituir una escena conlleva establecer distancia, deshacer el pegoteo y someter las posiciones individuales al arbitraje de un Tercero que impida el ejercicio abusivo del poder. Así lo explica Francois Ost, en la huella legendriana, en su extraordinario texto "Para qué sirve el Derecho? Para contar hasta tres". El título es suficientemente ilustrativo. 8) Se habla, con ignorancia posmoderna, de "rituales vacíos". Pero el ritual es por definición una forma vacía, como lo es la Ley en relación a las leyes, o el lenguaje en relación a las lenguas. Es la "forma Ley" (Kant) lo que hace que una ley positiva se reconozca como tal. La "forma Ritual" es ese anclaje a la Referencia, esa función instituyente del sujeto que consiste en ponerlo en relación a la Alteridad de la que proviene. Alteridad que separa, a la vez que posibilita la ligadura.
Lo que actualmente ponemos en práctica no son rituales. Hábitos necesarios y saludables, sin duda, pero coyunturales. Terminada la pandemia, se termina el hábito o pierde su sentido. El hábito es la caricatura del ritual. Los gestos se agotan en su propio cumplimiento (como los decretos del nazismo, en su incesante proliferación, se autodestruían al ejecutarse, porque no estaban ligados a una Referencia vacía, la Ley, sino a la voluntad omnímoda y encarnada del Führer. Arnoldo Siperman analiza muy bien esta configuración de una aparente legalidad que no es tal). Porque -y esto es lo más importante- el hábito del que hablamos no está vinculado a la incognoscible (la Referencia) sino a lo desconocido. Es decir, a lo que todavía no sabemos pero confiamos en descubrir prontamente. La ilusión del conocimiento absoluto intenta abolir el malestar en la cultura: la angustia (ineliminable) de sabernos fallidos, divididos, insuficientes. Si la ciencia ocupa el lugar de la Referencia, llenando de contenidos ese hueco, no puede esperarse que emane de allí función instituyente alguna. Los gestos ordenados o recomendados tendrán beneficios sanitarios pero carecen de función simbólica. Si el ritual nos liga a lo inmensurable, el hábito es materia de cálculo y cuantificación. La ciencia es literal, el ritual es metafórico.
El ritual queda opacado por esa soberbia racionalista que nos hace suponer que sabemos o sabremos todo, que no hay pasado del cual recibir ni aprender. Sin embargo, algo parece invocarlo. Tal vez, la necesidad urgente de "reordenar el mundo", organizar tiempos y espacios, distinguir valores y significados… La eficacia simbólica del ritual consiste en eso. De ahí que resulte inherente a la vida humana, a la posibilidad de reiniciar los ciclos vitales no solo desde lo biológico, sino desde el corazón mismo de eso que somos: seres de cultura, hablantes, legales. Necesitados de tramitar la falta y de darle sentidos a la existencia.