ERRATAS DE FE

A Dany S.

I.

A veces no hace falta dar vuelta el tapiz para descubrir los nudos, los hilos salidos o los zurcidos. Suelen estar a la vista, aunque cueste percibirlos. Como la carta robada de Poe.

En el 4o. concierto de su festival en el Colón (2023), Martha Argerich toca un bis, una pieza de Schumann. A los pocos minutos de comenzar se detiene, confundida: la partitura, literalmente, se desarma. Hojas transitadas miles de veces, apenas enlazadas por un espiral que ya nada sostiene. MA mira perpleja al trompetista que la acompaña y al pasapáginas, las hojas se acomodan y la pieza vuelve a empezar.

Esa “falla” no solo no dañó el concierto sino que le otorgó un soplo de humanidad: la gran pianista puede llegar a parecer una distante e inaccesible deidad. Su música adquiere, gracias a su arte, una dimensión suprahumana. De repente todo eso quedó desarmado, como una partitura que se deshoja. Amé ese momento, ese “grano de arena”, esa levísima impureza en medio de lo sublime.


II.

Un libro, además de ser el hacha kafkiana, debería ser una música. Una com-posición de sonidos en movimiento, un ritmo, una cadencia de velocidades y variaciones sonoras que incluya también silencios. Y por qué no, alguna nota que desafina.

En El espacio literario Blanchot dice: “Un libro, incluso un libro fragmentario, tiene un centro que lo atrae: centro no fijo que se desplaza por la presión del libro y las circunstancias de su composición. También centro fijo, que se desplaza si es verdadero, que sigue siendo el mismo y se hace cada vez más central, más escondido, más incierto y más imperioso. El que escribe el libro, lo escribe por deseo, por ignorancia de este centro. El sentimiento de haberlo tocado puede muy bien no ser más que la ilusión de haberlo alcanzado; cuando se trata de un libro de ensayos, hay una cierta lealtad metódica en aclarar hacia qué punto parece dirigirse el libro”. Yo subrayo: deseo e ignorancia de ese centro. Vórtice, punto de fuga, ombligo que elude sin cesar el intento de apresarlo. Punto mercurial. Tal vez algún lector descubra eso que al escritor se le escurre.


III.

Mi Tiempo de Spinoza (Leviatán, Bs As 2023) me llevó veinte años de elaboración, cinco de escritura, meses de corrección y reiteradas revisiones… Y sin embargo, algo se escapa. 

Mi amigo DS (sí, sus iniciales coinciden con las mías; no es la única coincidencia…) me señala un error: en la nota al pie No. 10 de la página 37 hablo de Iacob e, inadvertidamente, le atribuyo el rol de Iosef. Es este, el hijo dilecto -y no su padre-, quien interpreta los sueños del Faraón. ¿Acaso yo no lo sabía? Claro que sí! Décadas leyendo, estudiando y enseñando Torá… Conozco de memoria el relato de Iacob y sus hijos, las peripecias de Iosef en Egipto… Pero entonces, ¿cómo pude equivocarme así?

“No es -dice D.- una falla en el saber. Es un lapsus edípico”.

Sí, Iacob también es un soñador: en su huída del hogar familiar para evitar la venganza de su hermano Esav por haber tomado su primogenitura, pernocta en campo abierto con la cabeza apoyada en una piedra. Ahí sueña con la escalera por la que, dice el texto, “ángeles suben y bajan”, ese sueño profético en el que Dios se le aparece con una promesa de protección y bendición. Sueño que le hace decir, al despertar, “Hay Dios en este lugar y yo no lo sabía”.

El capítulo de mi libro se titula “Epifanía, o el sueño de (la hija de) Iacob”. Esa soy yo: mi nombre en hebreo es, efectivamente, Dina bat Iacob. Única hija mujer que la Torá consigna en la descendencia del patriarca. Y mi sueño, en el que Spinoza se me aparecía “revelándome” la estructura de su Ética, fue el origen ya lejano del libro. Tal vez un impulso involuntario me empujó, en una suerte de trance hipnótico, a seguir ese hilo, a escribir sobre esa huella, a darle forma y encontrarle la lógica a esa visión.

Como en el sueño del que nace, mi escritura realiza -sin que yo lo perciba- una operación de condensación y desplazamiento. Iacob por Iosef, el padre por el hijo: ¿errata onírica? Pero, ¿no es todo sueño una “errata” que revela una verdad imposible de decir de otra manera?

Tardíamente supe -él ya había muerto- que fue mi padre (Jack, le decían Yaco, en hebreo Iacob) quien me inició en el texto bíblico. Contándome cuentos a la hora de dormir, relatándome aventuras de sus personajes, desgranando aquí y allá frases y episodios de sus páginas… Como al pasar y sin que se mencionara la fuente, esos pasajes y esas vivencias se fueron entretejiendo con mi vida y mi pensamiento, fueron encontrando lugares recónditos en mi memoria, al modo de semillas hundidas en la tierra pero prontas a brotar cuando el sol y la lluvia las alcanzaran.

En mi sueño de hace tantos años, Spinoza me señalaba la correspondencia de su obra con la Torá. El sol, finalmente, comenzaba a alumbrar las semillas. La germinación era inevitable, solo había que cuidar su crecimiento. Mi padre dialogaba con el filósofo en la bruma onírica. Ambos me señalaban un rumbo, un camino a indagar, una dirección a seguir. ¿Sería esa (la relación Ética-Torá) la carta robada? 


IV.

Varios lectores de mi libro, versados en el texto bíblico, no advirtieron el error. Es un dato tan curioso como el lapsus mismo. ¿Lapsus calami, pero también lapsus lectionis?

“El que escribe el libro, lo escribe por deseo, por ignorancia de este centro. El sentimiento de haberlo tocado puede muy bien no ser más que la ilusión de haberlo alcanzado”


Vuelvo a Blanchot y subrayo ahora otra frase. Ese sentimiento de haber tocado el centro asalta al escritor, si tiene suerte, en más de una ocasión. Pero, como el sueño al despertar, se diluye en flecos neblinosos antes de que podamos aprehenderlo. Al modo del relámpago del que habla Benjamin, donde relumbra la verdad de modo tan fugaz que es imposible asirla. A  veces, el ombligo del libro parece ser temático. A veces, es solo una nota desafinada que interrumpe su desarrollo pero, a la vez, lo “significa”. En la Torá ocurre más de una vez: un relato breve, como desconectado de la línea narrativa, una interferencia, una interpolación aparentemente ilógica. Algunos versículos extranjeros al hilo del relato. La torre de Babel, la historia de Tamar y Yehudá, la ligadura de Isaac… Granos de arena, sí, a cuyo alrededor se teje la historia. Brevísimo pasaje que condensa apretadamente la estructura y el sentido de todo el texto. Finalizado ese fragmento, la narración retoma el motivo que había quedado en suspenso, se reinicia como si lo “interpolado” no estuviera allí.

De manera que tales chispazos funcionan, en el interior del corpus, como un sueño: esa instancia oscura y relumbrante a la vez, rayo que ilumina de golpe y en su totalidad el paisaje. Luminosidad enigmática que le hace decir a Iacob: “Aquí hay Dios y yo no lo sabía”. Verdad que, sin embargo, es preciso olvidar de a ratos para poder proseguir la vida de la vigilia. Así, el texto bíblico “despierta” y continúa su andar, retoma la anécdota en modo cotidiano, pero ya lleva adherido a su despliegue -lo sepa o no- ese fulgor ineludible. Ver, dice Aristóteles, es haber visto. 


V.

Los padres bíblicos están afectados de múltiples fallas. Ninguno de ellos pasaría el test de nuestro tiempo, con sus parámetros de corrección política y conductas más o menos ejemplares. Tampoco el mío podría haberse consagrado como Mr. Padre internacional… Sin embargo, a pesar de sus deficiencias, algo de su función fue cumplida. Parcial e imperfecta (como lo es siempre), logró -¿se logró?- la eficacia de la transmisión. Tardé muchísimos años en darme cuenta, en rescatar esa voz que resonaba en mí como un río subterráneo, en recuperar palabras que me habían marcado y señalado rumbos, en correr el velo de cierta desvalorización de su figura. Cuando por fin pude hacerlo, comencé a apropiarme de mi herencia. Ya de grande y en pleno desarrollo de mi vida intelectual, redescubrí esas pistas como gemas preciosas desperdigadas en un texto que mi padre había abierto para mí. Tal vez sin saberlo, siempre tuve fe en él. Al abandonar mi rabia y mis prejuicios juveniles pude leer el texto bíblico y reencontrar allí la música que él me había enseñado. Entonces pude decir: “Aquí hay padre y yo no lo sabía”.

Diana Sperling

Bs. As, agosto 2023

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