¿EL FIN DE LAS IDEOLOGÍAS, LAS DIFERENCIAS SEXUALES, LAS IDENTIDADES?

COLOQUIO TUCUMÁN 2023

Seminario Psicoanalítico

IDENTIDAD Y DIFHERENCIA

En tiempos tan dolorosos, atravesada por el horror, me hago eco del más que oportuno título de la convocatoria: en principio, la pregunta por las ideologías (y su relación con los otros temas). Habría, claro, que repensar el término, advertir sus derivas a lo largo del tiempo y percibir sus manifestaciones actuales. Tal parece que no asistimos a su fin, sino a mutaciones más o menos siniestras. A mi modo de ver, una de esas derivas es el modo en que ciertas ideologías han devenido ciegos dogmas religiosos, armas mortíferas de exclusión y eliminación. Ideología como seguro de identidad y, por tanto, empuje a la desaparición de la alteridad.

En esta hora de angustia infinita retomo a Hannah Arendt: “cuando me atacan como judía, me defiendo como judía”. Pero, ¿de qué se trata este nombre?

Hace ya largo tiempo -más de tres décadas- que recuperé mi judaísmo. Luego de un período de alejamiento -lindante con la renegación- pude hacer un giro, volver sobre las huellas y retomar mi herencia. Todo lo que había despreciado y que, de algún modo, yo había puesto en la figura de mi padre. Claro que la recobré transformada, resignificada, traducida: si en mi juventud me creí demasiado racional y moderna como para adherir a esas creencias arcaicas y esos rituales anacrónicos -así pensaba yo de lo que la tradición me ofrecía-, algunas circunstancias dramáticas de mi vida en mi temprana adultez me llevaron a reconsiderar esa posición. Fue un momento nodal, rara situación en que se juntaron -como en una encrucijada vital- pérdidas y ganancias. Todo lo que hasta el momento había creído claro y estable empezó a temblar. Las certezas racionales se deshicieron como copos de nieve al sol. La vida me dio sorpresas: cosas maravillosas me llegaron, y otras se alejaron. Extraña la manera en que los opuestos se juntan y obligan a barajar y dar de nuevo… Inesperadas ocasiones que reducen la soberbia y la omnipotencia a su mínima expresión.

En ese "reseteo" no previsto, las voces que (yo creía) no había escuchado comenzaron a resonar. Desde mi infancia habían estado allí, en cuentos, en canciones, en rezos, en reuniones familiares, en lecturas… En las largas mesas de las fiestas, con su abundante y deliciosa comida preparada por mis padres, incluso en épocas de escasez. Siempre se las ingeniaban para armar manjares y juntar parientes con poquísimos recursos. En ese marco, las voces. Las narraciones de Pesaj, los cantos de Rosh Hashaná… Voces que (re)descubrí, curiosamente, en mi propia escritura. 

A raíz de la invitación a un congreso de escritores, tuve que elaborar una ponencia sobre la Biblia. Leí ese texto milenario, (nuevamente: yo creía…), por primera vez. Y entonces, para mi sorpresa, lo que leía me suscitaba un eco, un lejano sonido que venía de algún rincón remoto de la memoria. Corrí a buscar el borrador de una novela que había comenzado y abandonado tiempo atrás y me encontré con pasajes textuales: en mi escritura habitaba la Escritura! Comencé a escribir mi ponencia, y mis frases se poblaron de otras frases, esas que mi padre me leía o me relataba en los cuentos nocturnos antes de dormir; palabras que supuestamente yo no conocía. Mi padre había muerto un año atrás. Pero, ¿no son, los seres amados, como esas estrellas cuya luz -al decir de Nietzsche cuando habla de la muerte de Dios- percibimos mucho tiempo después de haberse extinguido?


En mi texto hablaba de esas lecturas que me habían permitido reencontrarme, hacía tan solo un par de años, con mi padre. 

Pero retrocedamos un poco: un año antes de su muerte, para las Altas Fiestas y luego de mucho tiempo de casi no hablarle, lo busqué -él estaba ya muy enfermo, demasiado débil para trasladarse solo-, y lo llevé a la sinagoga a escuchar Kol Nidre. Comenzaba Yom Kippur (Día del Perdón). Yo no pisaba ese lugar desde mi adolescencia. Él nunca dejó de ayunar y de acudir a los servicios de Izkor (el rezo por los muertos) en recuerdo de sus padres. Sin ser una persona “religiosa”, mantenía la observancia de los rituales clave de la tradición. Esa vez, la última de su vida y la primera de mi nueva época, nos paramos juntos en el hall -el shill estaba lleno- y escuchamos los acordes de la melodía más conmovedora de todos los tiempos. La voz del jazan (el cantante litúrgico) nos estremecía de pies a cabeza. Mi papá puso su mano sobre mi hombro: no solo porque necesitaba apoyo, sino como gesto definitivo de reconciliación. Lloré como nunca en mi vida. Él murió poco después, pero el reencuentro me marcó para siempre y me permitió atravesar un duelo soportable.

La muerte de mi padre, el reencuentro final, un duelo que sin embargo me dejaba un tesoro. Ese Kol Nidre compartido fue su testamento. Detrás de esa escena, de esa música, de ese temblor, muchas músicas volvieron a mí, muchas escenas retornaron y se revivificaron. Él ya no estaba, pero un legado comenzaba su trayectoria en mi vida.

A partir de ahí, empezó mi parte: apropiarme de la herencia. Y cada cual lleva adelante esa tarea a su modo. ¿El mío? Estudiar, escribir, enseñar. También, cocinar y reunir. De nuevo, Arendt: herencia es lo que se recibe y se cuestiona.

El estudio de los recuperados textos bíblicos marchaba a la par de mis investigaciones filosóficas. Mi vida intelectual se aunaba sin conflicto con mi práctica ritual. Cada shabat, cada seder de Pesaj, cada fiesta y cada ayuno, cada canto y cada rezo se inserta en mi experiencia vital como perlas de un mismo collar. Una dimensión multifacética y abarcadora que me permite comprender desde diversas perspectivas el mundo, la historia, la condición humana… Mi judaísmo no es el de mi padre, pero es -en gran medida- efecto de su transmisión. 

Entonces la pregunta vuelve: ¿qué es lo judío? ¿Religión, tierra, cultura, comida, lengua, etnia? Pues casi nada de todo eso, tomado cada uno de esos factores como un todo o una definición. Miles de años sin territorio. Millones de judíos son “laicos”, millones viven en la diáspora, hay sefardíes (judíos orientales, mucho más parecidos a los árabes que a los occidentales) y asquenazíes (de Europa), unos aman los kipes y otros, los knishes, unos hablan árabe y los otros, idish… 

¿Habrá algo que pueda enunciarse como una “identidad”, una “esencia” judía? Levinas responde: la esencia del judaísmo es no poder definir nunca la esencia del judaísmo. No se puede afirmar con certeza qué es lo judío. Y precisamente por ahí pasa la cosa: el judío no es. Existe, claro. Pero no tiene consistencia ontológica. Porque es imposible decir, en hebreo “yo soy". ¡Ni siquiera Dios (malgré las malas traducciones bíblicas) puede proferir tal afirmación!

Es que, en hebreo, no se conjuga el verbo ser en presente. Y sin este ladrillo fundamental, todo el edificio de la ontología, de las definiciones y las identidades se derrumba. Como dice Delphine Horvilleur, “se puede conjugar el verbo ser en pasado o en futuro. Pero en presente, desaparece como el conejo en la galera del mago. En síntesis, en hebreo tú puedes ´haber sido´ y puedes estar en devenir, pero no puedes de ningún modo ´ser´… ni binario, ni no binario, ni hombre ni mujer. Fuiste y serás, pero necesariamente estarás en mutación. El hebreo es la lengua de lo trans…” El tránsito. El exilio, pues, no es solo una cuestión territorial. A la inversa de lo que afirma Heidegger (“el lenguaje es la casa del ser"), en lo que respecta al hebreo, la lengua es el exilio del ser.

Pero seguimos necesitando algún anclaje, alguna pista, algo que nos permita elaborar y sostener, si no una identidad, sí ciertas identificaciones. Algo que haga lazo. Que nos ubique en algún tiempo y en algún lugar. Entonces, descartadas ya las consabidas y erróneas definiciones, queda solo un núcleo: el texto.

Una escritura fundante de más de tres mil años y que sigue viva, objeto de comentarios y rituales, de análisis y debates, de veneración y de críticas. Fuente de las normativas que rigen la vida de miles y miles de judíos hasta la actualidad, pero también de concepciones éticas, sociales, legales, culturales, literarias y de todo tipo, que están entretejidas en nuestras vidas de occidentales modernos, aunque no las podamos identificar. No en vano, Lacan advierte que “el psicoanálisis no podría haber salido de ningún otro lado que de la Biblia hebrea”.

Así que sí: más que de etnias o grupos distinguibles por sus rasgos físicos, sus constituciones biológicas o de otra naturaleza, somos -nada más y nada menos- que hijos de un texto. Eslabones de una interminable cadena de lectores y comentadores. Nuevamente Horvilleur: “Somos los hijos de nuestros padres, de los mundos que han construido y de los universos destruidos que han llorado, de los duelos que han debido hacer y de las esperanzas que han puesto en los nombres que nos han donado. Pero somos también, y para siempre, las criaturas de los libros que nos han leído, los hijos y las hijas de los textos que nos han construido, de sus palabras y sus silencios”. En suma, agrega, “todo nacimiento es un parto literariamente asistido”. 

Dice también Lacan: “el judío es el que sabe leer”. Y claro que esa posibilidad, esa capacidad desnaturaliza lo judío: un buen lector es “judío”, independientemente de su origen o pertenencia. 

Horvilleur (citando a su vez a Zagdanski) vuelve sobre el sentido etimológico de “texto” como tejido, y recuerda que la actividad textil es en gran medida característica de la judeidad. Hilar, juntar hebras, armar piezas con retazos, cortar, ensamblar fragmentos… ¡Cuán parecido es ese trabajo al de la escritura! 

 

Es en ese tejer, destejer y entretejer que podría ubicar algo de la precaria identidad, esa que se construye en y con la difherencia. Si el texto y sus comentarios fueron el único suelo que habitamos durante milenios, si nuestra supervivencia dependió solo de ese hilo de letras, si somos filiados e hilados por las escrituras, entonces “saber leer” era condición sine qua non, un salvavidas ineludible, no una opción entre otras. Ser lectores es ser sobrevivientes. Sin tierra, sin estado, sin lugar físico, aferrados solo a las palabras… Pero palabras que dibujan un rastro, que diseñan espacios de pensamiento y marcan huellas, que se remontan a dichos tan viejos como el tiempo y que vienen rodando como pequeñas piedras por la inmensidad del mundo. Cantos rodados. Canciones itinerantes. Frases exiliadas, rezos diaspóricos. Y llegan, de alguna manera llegan hasta hoy, para ser recibidas y cantadas otra vez. Legadas. Heredadas. Transmitidas. Porque estamos hechos de palabras, a condición de que las recojamos, las retomemos y las echemos a volar de nuevo. A condición de escuchar lo que dice Moisés al final de Deuteronomio, en su último mensaje al pueblo antes de morir: “Yo les entrego este libro pero ahora cada quien debe escribir su propia canción”. 

Entonces la loca suerte, el azar o los hados me deparan hallazgos luminosos. Y encuentro en un pequeño gran libro, recién salido de imprenta, esto: 

“Las primeras lecturas y los primeros amores conforman algo de esa masa, ese espesor del que yo misma, sin tener la menor idea de qué hablo cuando digo yo misma, estoy hecha”.

Porque, dice también: “Ingenuamente se puede pensar que no hay nada más fácil que ser espontáneo, nada más natural que ser ´uno mismo´, pero resulta que no: es dificilísimo. Decimos ´la propia voz´, ´el propio estilo´, pero, ¿qué vendría a ser ´lo propio´, si desde que nacemos aprendemos a hablar, a movernos, a comportarnos, mirando a otros, buscando la aprobación de esos que nos miran, imitándolos?”

Ser uno es ser otro, el yo es -desde el vamos- alteridad. Palabras que nos habitan, nos acosan, nos acunan. No hay autoengendramiento. Somos hablados, leídos, cantados, escritos, narrados. La identidad es un compuesto inextricable de años y siglos de cosas dichas por otros.

La transmisión, pues, sigue su enigmático curso. Porque estas últimas citas (y recordemos que “cita” es también encuentro) son del más reciente libro de una joven y talentosa escritora, Virginia Cosin, que resulta ser mi hija. A la que al parecer, según sus propias palabras, amamanté también con letras.

Diana Sperling

Bs. As, octubre 2023

Anterior
Anterior

¿De qué mujer es el día

Siguiente
Siguiente

En la cuerda floja